Un muerto en el río
Notaba en sus ojos un cansancio que trataba de disimular y todavía pienso que todo ese sacrificio era para compensar el tiempo que pasábamos sin ella.
Jhon Fredy Londoño Ayala/especial para El Pregonero del Darién
En esa hermosa mañana de domingo me levanté muy temprano. Recuerdo que había llovido dos días antes y el río estaba turbio; sus aguas eran de un color ocre y arrastraban ramas y hojas a una velocidad lenta e inexplicablemente melancólica. La brisa estremecía las copas de los árboles, mientras el sol, tímido aún, comenzaba a calentar la tierra.
El dolor de la orfandad era un compañero silencioso, pero las jornadas de clases atenuaban su peso, así como las tardes de fútbol en las pequeñas playas que se formaban en el cauce y el conteo de los días para que mi mamá llegara de Turbo cada viernes por la tarde. Mi papá había muerto de pena moral, una tristeza que, según se decía hasta hoy, lo mató. Mi madre, al enviudar, no tuvo más remedio que conseguir trabajo como empleada doméstica.
Mis dos hermanas y yo nos turnábamos en vacaciones para ir con ella a la casa donde trabajaba; la patrona le permitía llevar a uno por uno. Todavía tengo en mis sentidos el sabor del pan con mantequilla, el chocolate caliente que sorbo a sorbo saboreaba mientras miraba hacia el cielo a través de la pequeña reja que protegía el patio.
La casa, de día, era grande y muy acogedora. De noche, una melancolía lo cubría todo y las paredes parecían demasiado frágiles para contener tanta desolación. «¡Qué pesar!», decía mi mamá, sin querer explicarme con detalle lo que sucedía. Lo cierto es que cada noche doña Irma, su patrona, abogada de profesión y que ejercía como jueza, se entregaba en cuerpo y alma al alcohol. Era una señora de lánguida apariencia, con el cabello a los hombros, de piel pálida y estragada por los años. Recuerdo que escuchaba música a bajo volumen, lloraba y se embriagaba como buscando en el licor algún alivio.
«¿Qué tendrá en el alma?», me preguntaba a veces, y pensaba en mi padre, tratando de entender cómo una pena podía matar. Mucho tiempo después, supe que Irma había fallecido de cirrosis; fueron muchas jornadas de aguardiente, cigarrillo y boleros. Mi madre caminaba unos cinco kilómetros para llegar a la vereda donde nos había dejado con una de sus hermanas mientras trabajaba. Llevaba cereal y leche, madrugaba los sábados a lavar la ropa de la semana y a la hora del almuerzo, ahí estaba ella con la comida especial de fin de semana. Notaba en sus ojos un cansancio que trataba de disimular y todavía pienso que todo ese sacrificio era para compensar el tiempo que pasábamos sin ella.
Un día cualquiera renunció al trabajo y la vida se hizo más llevadera. Los cantos matutinos de las aves nos recordaban que aún vivíamos. El café estaba caliente y la vida era tan básica como tranquila. Pero aquella mañana, un suceso cambió la cotidianidad. El grito de alguien que pasaba por el río alertó a todos: «¡Un muerto en el río!», exclamó. «¿Un muerto?», no dábamos crédito a lo que veíamos. En la otra orilla, justo donde nos bañábamos a primera hora, antes de ir a la escuela, estaba el muerto. Era un hombre de baja estatura y contextura gruesa. Llevaba un jean azul, estaba descalzo, sin camisa y yacía de bruces sobre la arena húmeda.
«¿De quién será, padre?», me pregunté en silencio, pensando siempre en la imagen eterna del mío: dormido en un ataúd, con un sudario blanco, al que nunca volví a ver a pesar de esperar cada tarde de sábado. Recuerdo que en una cama dormíamos cuatro primos varones. Las tinieblas cubrieron el verdor de las plataneras y el muerto seguía medio enterrado en la arena. No se hablaba de otra cosa y la romería del día continuaba. Muy temprano, a la mañana siguiente —era lunes—, llegaron varios vecinos especulando sobre la identidad del difunto. Aun sin creer, me asomaba al barranco, solo a constatar lo que ya sabía. Las horas transcurrían lentas y solo casi hasta la puesta del sol, llegó una pareja de esposos en una vieja volqueta para hacer el levantamiento.
Eran dos paisas jóvenes que se dedicaban a recoger muertos por doquier, recuerdo que les decían los gallinazos; en ese entonces era un trabajo lucrativo, como aún lo es, pero sin la sofisticación y el glamour de estos tiempos. Bajaron al lecho, cortaron los pantalones del occiso y en una improvisada camilla trataron de subirlo de manera infructuosa. Era muy pesado para dos. Pocos voluntarios acudieron al llamado de auxilio. Los niños mirábamos desde lejos. Fue una labor casi imposible llevar el cadáver hasta la orilla. Me paré a pocos metros; las moscas, atraídas por la putrefacción, rondaban como alegres por el festín. Tenía los brazos abiertos y el rostro hinchado.
No había indicios de violencia hasta que alguien señaló lo que pudo haber sido un disparo en la axila izquierda. La vida continuó, sin saber nada más sobre aquel hombre. Los niños seguimos bañándonos en el río y de vez en cuando corríamos despavoridos al tiempo que alguien gritaba a lo lejos: «¡Un muerto en el río!».
24 de septiembre de 2022