La muerte: un negocio de banderas y pancartas
Ayer precisamente en un bombardeo residual sobre la franja de Gaza murieron 200 niños y los noticieros -no todos-, registraron el suceso como algo “horroroso" y de allí a otra noticia.
Juan Fernando Uribe Duque/Opinión/ El Pregonero del Darién.
La historia de la humanidad se ha caracterizado por ser una eterna lucha de clases, que ganaron los ricos ayudados por los aparatos ideológicos principalmente la iglesia, entre ellas la católica, que predica la limosna que imparte la caridad como mecanismo de disimulo y enajenación.
La actitud paranoide de sus custodios es evidente y violenta: siempre están vigilantes a todo lo que perjudique o amenace sus negocios, máxime si son con los dineros públicos. En ese punto se impone el exterminio y el genocidio como método de protección con la permisividad obligada de todos los súbditos: la misma sociedad, la humanidad entera, que podrá protestar más no impedir la catástrofe genocida convirtiendo las manifestaciones de protesta en un festín de banderas, pancartas, películas y documentales. Ayer precisamente en un bombardeo residual sobre la franja de Gaza murieron 200 niños y los noticieros -no todos-, registraron el suceso como algo “horroroso» y de allí a otra noticia.
¿Por qué?
Porque el poder lo tienen los ricos: el capital que suprime, explota, dispersa, amenaza, excluye y deforesta; también expolia, asesina, desplaza y escurre para perpetuarse y mirar el dolor como una mercancía y construir después sobre las lágrimas y la sangre, otro negocio. Un negocio cobijado con un manto falso de esperanza y fantasmagoría.
Un negocio muy rentable.
No hay juicios ni justicia, son simples comedias, contentillos mediáticos en You Tube o en Spotify, con jueces aparentemente aviesos y osados como carne publicitaria para captar sintonía y después, luego de las jugosas ganancias, entrar en definitiva a la conclusión: la libertad de los asesinos, la aceptación de la banalidad del mal para continuar de guerra en guerra, de engaño en engaño, de genocidio en genocidio, hasta el final. Un final de aguas sucias… sanguinolentas.
Arendth debe estar revolcándose en las páginas de sus libros, mientras Heiddeger se debe reír escondiendo la esvástica…