Política Colombiana

Terrorismo perturbador: el atentado personal

Vuelve a la memoria el 25 de enero de 1991. En la radio, la noticia de la muerte de Diana Turbay agobió a toda una generación que hoy ve, al final de su ciclo vital, cómo se repiten y reproducen las violencias.

Armando Borrero*/Análisis de la Noticia/RazónPublica/El Pregonero del Darién

El terrorismo es una violencia proteica: toma formas diferentes en sus modalidades de actuación y en los propósitos que persigue. Estas dos facetas se influyen mutuamente: el “cómo” se ejecuta un acto de terror influye en sus efectos y repercusiones. Pero a lo largo de la historia, el atentado personal, que debe entenderse no solo como individual, sino como individual con nombre propio, ha tendido a diferenciarse en sus efectos. No es lo mismo la víctima anónima que pisa una mina terrestre que una persona escogida por motivos específicos inherentes a la víctima.

El atentado personal es profundamente perturbador. Es una modalidad que parece tener un poder especial para poner en la realidad consciente cúmulos de fuerzas y procesos subyacentes, no siempre percibidos, o por lo menos no con toda la intensidad que pueden alcanzar, en el discurrir cotidiano de una realidad social y política. Los colombianos no necesitamos mucha ilustración para entenderlo: hoy, a 77 años de distancia, el 9 de abril sigue presente como una fecha que cambió los rumbos de la sociedad y del Estado.

En la historia reciente de la humanidad hay un ejemplo que no deja dudas sobre el malestar que produce el asesinato de un dirigente político y las dinámicas que desata. En 1914, las potencias imperiales de Europa parecían haber superado los rifirrafes de 1912, el incidente de Agadir en primer plano, cuando se mostraron los dientes y aclararon alianzas y enemistades. En ese año discurría la política internacional con una calma apacible que hacía olvidar contradicciones y choques de ambiciones.

De súbito se produce el maldito “incidente de efecto instantáneo”, el asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero del trono de Viena, visto de inmediato como producto del nacionalismo serbio y como tramado por el gobierno de Belgrado. No se trató de las causas encontradas que se tramitan con morosidad en las cancillerías, sino de un golpe que desordenó la mesa e hizo volar platos y vasos.

El efecto perturbador no dejó ver la cauda de coincidencias y acciones no previstas que se juntaron al azar. El gobierno imperial solo vio lo que quería ver y puso en movimiento todo el arsenal de visiones irracionalistas que comporta el tránsito “cuesta abajo de la guerra”. Como en una escena célebre de la película Hotel Budapest, cada huésped abrió su puerta y disparó a la de enfrente.

El asesinato era un asunto serio, pero no podía ser causa de la matanza horrible de la Primera Guerra Mundial que comenzó en el mes siguiente y duró más de cuatro años. Un muerto, por más príncipe que fuera, no puede explicar la catástrofe que todavía modela los sucesos que vivimos en este planeta sufrido. El juego de la historia contrafactual hace pensar en tantas posibilidades, que vale la pena jugarlo. No es el momento, por supuesto, pero con frecuencia da pistas para entender lo sucedido.

El punto es que el crimen político destapa lo que habría podido permanecer latente y hasta desaparecer con el tiempo. Hoy, la sociedad colombiana debe afrontar la desconfianza desatada por el atentado al senador Miguel Uribe. Por más llamados a la razón y a la calma, en cada bando reinará el miedo, que es un consejero pésimo, máxime cuando las posiciones y orígenes del atentado no tienen las certezas del ya sufrido en el final del siglo pasado. En ese entonces se sabía de dónde venía el fuego. Hoy se desatará el cúmulo de interpretaciones posibles, sobre todo si, como sucede con nuestras investigaciones exhaustivas, no se llega a la otra punta de la cuerda.

Es la incertidumbre lo que daña el ambiente. Es el saber que hay gentes dispuestas al atentado personal. Es también, en parte, el poder de las prédicas polarizadoras, de moda en la política de hoy, orientadas a encontrar un culpable detrás de todo suceso político. Los hechos de la política no se estudian con objetividad. Las soluciones estriban en eliminar al culpable. Pero de construir no se ocupa nadie. La violencia cotidiana, la que mata a los olvidados, a los nadie, se incuba en un voluntarismo absurdo, factor de estímulo de las violencias que asuelan campos y ciudades. El crimen organizado avanza impune sobre el lomo del narcotráfico, la extorsión generalizada, la incapacidad de la justicia y la fragmentación política.

Armando Borrero

Lo más grave que puede suceder ahora es que cada huésped dispare a la habitación de enfrente. El juego de las descalificaciones mutuas llevó en 1948 a balaceras letales en el recinto de la Cámara de Representantes. Para los nadie hubo la imposición a “sangre y fuego” de un régimen extremista que sembró cientos de miles de muertes. Más adelante las guerrillas, muy pronto criminalizadas, se impusieron en los campos.

El narcotráfico todo lo penetró y nació el paramilitarismo. El sufrimiento ha sido indecible y un símbolo de esa nación violenta es la familia que acaba de recibir este golpe. Vuelve a la memoria el 25 de enero de 1991. En la radio, poco antes del mediodía, la noticia de la muerte de Diana Turbay agobió a toda una generación que hoy ve, al final de su ciclo vital, cómo se repiten y reproducen las violencias, sin que la sociedad encuentre caminos para parar la fatalidad.

*Sociólogo, Especialista en Derecho Constitucional, Magíster en Defensa y Seguridad Nacional. Se ha desempeñado como Consejero Presidencial para la Defensa y Seguridad Nacional. Profesor de la Universidad Nacional de Colombia.Cofundador de Razón Pública.

Wilmar Jaramillo Velásquez

Comunicador Social Periodista. Con más de treinta años de experiencia en medios de comunicación, 25 de ellos en la región de Urabá. Egresado de la Universidad Jorge Tadeo Lozano

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