¿Debatir para alcanzar acuerdos o para movilizar a las bases?
El fracaso en el Congreso anima las bases, entre las que hay movimientos sociales incluso más fuertes que el Pacto Histórico.
Juan Albarracín Dierlof * y Juan Pablo Milanese*/Razón Pública/Análisis de la noticia/El Pregonero del Darién.
Durante mucho tiempo se consideró –en debates que nacieron de la academia y trascendieron a la política- a los sistemas presidenciales como propensos a la ingobernabilidad como consecuencia de la posibilidad de parálisis legislativas (gridlock). Sin embargo, incluso en sistemas partidarios fragmentados, las democracias presidenciales pueden formar coaliciones de gobierno capaces de aprobar agendas legislativas, siempre y cuando estas últimas respeten algunos principios básicos —como un relativo equilibrio en la repartición de las carteras ministeriales—.
La capacidad de formar coaliciones estables en congresos fragmentados que avancen la agenda legislativa presupone que el presidente quiera llegar a acuerdos para que se apruebe una parte significativa de sus proyectos. Para esto, tendría apartarse de posiciones maximalistas y estar dispuesto a utilizar sus recursos de poder para lograrlo.
Estos dos supuestos no se cumplen con la actual presidencia. Incluso, en algunas oportunidades, hasta parece buscar un estancamiento de la agenda, que incluso le traería réditos políticos.
Así, en los próximos dos años, no sería raro que el Congreso se constituya menos como una arena para negociar proyectos de política pública y más como un palco para movilizar bases afines al gobierno, probablemente con el difuso “proyecto constituyente”.
Jugando al gobierno y oposición a la vez
Sería razonable esperar que un gobierno quiera que su agenda legislativa prospere y que esté dispuesto a negociar (naturalmente, en condiciones aceptables) para que esto suceda. Por el contrario, el hundimiento de un proyecto de su autoría tiende a percibirse como una derrota.
Paradójicamente, da la impresión de que el presidente Gustavo Petro percibe algunas derrotas como algo preferible a la aprobación de sus propios proyectos, especialmente si esto implica ceder en las negociaciones frente a “aliados” circunstanciales y, ni se diga, frente a la oposición. En cierta medida, actúa como una oposición que prefiere la obstrucción (activa) de sus iniciativas antes que acceder a las modificaciones.
El fracaso en el Congreso contribuye a mantener activas las bases. Es decir, perder puede ser ganar y no necesariamente solo “un poquito”.
Este comportamiento, aparentemente irracional, no necesariamente lo es, especialmente si se piensa en los acuerdos como en una traición. En el caso del actual gobierno, la derrota legislativa funciona como una profecía autocumplida que afirma la narrativa de que “el sindicato del pasado” (en palabras del exministro Leyva) no quiere dejar gobernar.
De esta forma, el fracaso en el Congreso contribuye a mantener activas las bases. Es decir, perder puede ser ganar y no necesariamente solo “un poquito”.
No duran los ministros con disposición a negociar
No sorprende, entonces, que los ministros (con pocas excepciones) que han logrado las mayores victorias legislativas del gobierno (la tributaria, el plan de desarrollo), o que estaban cerca de lograrlas (educación), ya no sean parte del gabinete. De hecho, sus éxitos se ven muchas veces con desdén, o incluso, en los casos de los seguidores más convencidos del gobierno, como una traición.
La ministra del Trabajo y la reforma pensional representan quizás la única excepción. Pero incluso esta trastabilló por un anuncio del mismo presidente de querer modificar el umbral para el ahorro previsional privado —acordado en la Cámara— durante el tránsito del proyecto hacia el Senado.
No hay un bloqueo legislativo
Es más fácil que se produzca un escenario de este tipo con legisladores recalcitrantes. Sin embargo, como señaló el exministro del interior Luis Fernando Velasco, no se puede hablar de un bloqueo institucional intencional.
Como es esperable, en el Congreso “nadie regala nada” y cualquier proyecto debe negociarse, pero no parece haber un ambiente hostil frente al gobierno en esta corporación —o, por lo menos, no más hostil que el que les tocó a gobiernos anteriores—.
Justamente por esto, a pesar de la tendencia a sacrificar sus propias iniciativas en el altar del purismo programático, la agenda no está muerta y el gobierno no ha perdido completamente sus aspiraciones de aprobar algunos proyectos clave.
Petro obtuvo una de sus principales victorias políticas, al final de la pasada legislatura, con la aprobación de la reforma pensional; de no ser por las tensiones en su coalición, la ley estatutaria de educación podría haber tenido un fin similar.
Coalición frágil y un gobierno con poco interés en mantenerla
Desde su inicio, los gabinetes del gobierno Petro se caracterizaron por respaldar coaliciones “laxas”, como las llamaría Octavio Amorim Neto. Estas se caracterizan por:
El acuerdo con más de un partido (y generalmente una parte de un partido) o agrupación política. Esto es normal con el nivel de fragmentación del sistema de partidos colombiano.
Un criterio de selección de ministros que responde a una lógica mixta, con casos en los que prima una dinámica partidaria y otros donde se logra a través de un proceso de cooptación (dinámica no partidaria).
La moderación del discurso producida por el segundo turno electoral y la formación de su primer gabinete —heterogéneo y que articulaba actores ubicados de la izquierda al centro del sistema político— sugería que Petro seguiría el camino de otros gobiernos de izquierda latinoamericanos, especialmente el de Lula da Silva en Brasil.
En ellos, la formación de una coalición amplia ha contenido los impulsos maximalistas, pero no ha frenado las agendas reformistas. Más rápido de lo esperado, esta posibilidad se deshizo.
No se desarmaron completamente los acuerdos burocráticos con algunos partidos (o partes de ellos). Pero, poco a poco, la posibilidad de negociar programáticamente se fue diluyendo. El mismo presidente prefirió a ministros con capacidad de agitar la plaza pública antes que legislativamente hábiles, aunque no sacrificó completamente este último perfil.
Maximalismo y confrontación
En cierta medida, Petro se decantó hacia una estrategia “mexicana”: más parecida a la de Andrés Manuel López Obrador, caracterizada por la confrontación pública —AMLO con sus conferencias de prensa matutinas (“las mañaneras”) y Petro con su uso recurrente de X (antes Twitter)—. También adoptó una agenda maximalista.
“Esta tendencia a la intransigencia legislativa, la confrontación y el repliegue en sus aliados más cercanos se ha agudizado con el paso del periodo presidencial. La relación con los partidos por fuera del núcleo de la coalición (el Pacto Histórico) se ha tensado”
Sin embargo, a diferencia de AMLO, el Pacto Histórico está lejos de controlar el legislativo y el poder regional, como sí lo hace el partido Morena en ese país.
Esta tendencia a la intransigencia legislativa, la confrontación y el repliegue en sus aliados más cercanos se ha agudizado con el paso del periodo presidencial. La relación con los partidos por fuera del núcleo de la coalición (el Pacto Histórico) se ha tensado; varios de ellos se han distanciado del presidente y en más de un caso, han roto con él.
La tensión entre Congreso y bases como estrategia
Con el reciente cambio ministerial, ingresaron dos personas que caracterizan las dos caras del gobierno:
el nuevo ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, tiene un profundo conocimiento de la dinámica legislativa y de la construcción de acuerdos para aprobar los proyectos clave para el gobierno.
el recientemente nombrado ministro de Educación, Daniel Rojas, tiene un perfil más enfocado en la movilización de actores y movimientos sociales.
Un gobierno no necesariamente tiene que escoger entre el Congreso o sus bases. De hecho, estas dos pueden complementarse de forma que una beneficie a la otra: el uso de la movilización social, por ejemplo, puede servir como un impulso para que aliados, o incluso otros actores no tan cercanos, cedan y se acerquen más a la posición de un gobierno.
Sin embargo, este empleo estratégico de la movilización para impulsar la agenda legislativa presupone que, una vez alcanzado un acuerdo más cercano a los intereses del gobierno, este último es capaz de “desactivar” la movilización.
Es precisamente en este último punto donde no parece haber ni la voluntad ni la capacidad del gobierno para lograrlo:
en primer lugar, la movilización favorece el otro “juego” al que le apuesta el gobierno: galvanizar su base; en segundo lugar, la ausencia de un partido de gobierno sólido (los movimientos son organizacionalmente más fuertes que el mismo Pacto Histórico) que coordine las relaciones con movimientos sociales afines hace que estos puedan actuar de forma autónoma y sean renuentes a desescalar la movilización.
Debilidad legislativa, unión en las bases
Dentro de este marco, el imperativo de galvanizar y movilizar la base se reforzará a medida que se avecinen las elecciones de 2026. Disminuirán, también, los incentivos para ofrecerles recursos (sean estos en forma de burocracia, mermelada o concesiones programáticas) a potenciales socios en el Congreso, pero rivales en la contienda electoral. Así, proyectos como la reforma a la salud o a la educación seguirán en la pauta, pero con menores probabilidades de éxito.
Incluso el “proyecto constituyente” no debe tener ni contenido ni aprobarse para que sea útil para el gobierno. Es más, el rechazo (esperable y fundamentado) de muchos actores legislativos hacia este le sirve al presidente para animar su base.
Nuevamente, gana perdiendo, ya que este escenario le permite mantener activo el apoyo de las organizaciones y el electorado más fiel, indignado por la resistencia institucional que represa el avance de la agenda de reformas.
Esto, sumado a la heterogeneidad y fragmentación de la oposición, puede contribuir a que el gobierno logre mantener una base de apoyo para nada despreciable que lo posicione para las elecciones de 2026 (naturalmente, de lograr conseguir algún candidato o candidata competitivo).
Pero también tiene límites: el posible alejamiento del voto de centro, que Petro logró absorber en 2022 y que le permitió alcanzar una mayoría absoluta en la segunda vuelta.
Lamentablemente, en Colombia (y esto no comenzó con este gobierno), como en otros países de la región y en el mundo, vivimos en un contexto donde el éxito político no se mide por lo que se logre hacer (por ejemplo, en términos de política pública), sino más bien en cómo y cuánto se logra movilizar.
Así se apela a las emociones en un escenario en que la negociación y los acuerdos (esenciales para todo proceso político) tienden a percibirse negativamente como un acto de claudicación.
*Doctor en Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad de Bolonia (Italia), profesor del Departamento de Estudios Políticos de la Universidad Icesi de Cali.
* Ph.D. en Ciencia Política de la Universidad de Notre Dame, profesor asistente de la universidad de Illinois, Chicago.