El espejo del crimen político
Cada crimen político muestra lo que somos. El atentado contra Miguel Uribe revive fantasmas del pasado y nos obliga a mirarnos, una vez más, en el espejo de una democracia herida.
Hernando Gómez Buendía*/Análisis de la Noticia/RazónPublica/El Pregonero del Darién
El nombre y el blanco
Los atentados personales tienen un efecto distinto del ejercicio indiscriminado de la violencia.
Apuntar a alguien por su nombre convierte el acto en un mensaje directo, no contra “la política”, sino contra una idea que encarna una persona concreta. La víctima deja de ser un símbolo difuso y se convierte en un blanco específico. Y esto desata la alarma colectiva.
Colombia conoce bien este fenómeno: setenta y siete años después, el 9 de abril sigue marcando un antes y un después en nuestra historia. Treinta y cinco años después, el asesinato de Galán el 18 de agosto sigue marcando un antes y un después de la Constitución que cambió el rostro del país.
Miguel Uribe no es cualquier político. Hijo de Diana Turbay y nieto de Julio César Turbay, su figura transporta historias previas de muerte política y periodística. Por ello, más que alguien con trayectoria, representa un nudo familiar y simbólico irrumpido.
El espejo de la violencia
Los recuerdos del asesinato de Galán en 1989 y de la muerte de Diana Turbay en 1991 vuelven a la superficie.
Ayer, el adolescente pudo haber sido usado como instrumento para reavivar viejas polarizaciones. No sabemos si actuó exclusivamente por dinero, pero sí sabemos que el atentado revive cadenas de odio que no hemos cortado.
Cada atentado actúa como un espejo. Los discursos que siguen a la violencia dicen mucho más de los vivos que del muerto. En las reacciones inmediatas al crimen —las acusaciones mutuas, las versiones encontradas, los silencios ruidosos, las conjeturas precipitadas, las vocerías usurpadas — se despliega el verdadero mapa de la sociedad: quién se atreve, quién calla, quién miente y quién tiembla.
La línea peligrosamente delgada entre la opinión pública y la amenaza se desdibuja frente al atentado. Aquello que se discute con argumentos se convierte en objeto de sospecha y temor. No es apenas el miedo real del próximo ataque; es el miedo a que el siguiente mensaje, tuit o debate signifique la siguiente bala.
Una cadena insoportablemente larga
No es la primera vez que Colombia intenta enterrar la violencia política sin haberla entendido. Asesinar a los líderes es una forma reiterada de disputar el poder, de imponer una ideología, de acallar una voz. Cada generación tiene sus muertos, y cada muerte tiene su carga de advertencia.
Desde el atentado septembrino contra el Libertador, pasando por el asesinato de Sucre, el atentado contra Reyes, el asesinato de Gaitán, el de Rodrigo Lara, el de Galán, el de Bernardo Jaramillo, el de Carlos Pizarro, el de Jaime Pardo Leal, el atentado contra Ernesto Samper, el asesinato de Álvaro Gómez, los atentados contra Álvaro Uribe o el atentado contra Iván Duque, hasta las 23.161 víctimas de asesinatos selectivos cometidos por grupos paramilitares, la fuerza pública y grupos guerrilleros entre 1981 y 2012, las 121.768 personas forzosamente desaparecidas entre 1985 y 2016, o las 4.756 personas en tareas de liderazgo social asesinadas entre 1986 y 2018, hasta las amenazas actuales contra líderes sociales y políticos, el país ha vivido una sucesión de crímenes que rara vez se resuelven.
Cada crimen reabre la pregunta por el origen del odio: ¿por qué sigue siendo más fácil eliminar al contradictor que persuadirlo? ¿Por qué se normaliza la agresión como parte del juego político?
La impunidad no es solo judicial: es también simbólica. La sociedad acepta el crimen si conviene a su narrativa; lo excusa, lo minimiza, o lo usa como arma. Esta cultura del “algo habrá hecho” perpetúa el miedo y justifica la sospecha.
Y esto es lo peor: la rutina de lo intolerable. La idea de que el crimen político es “parte del paisaje” ha erosionado nuestra sensibilidad. Cada nuevo atentado se convierte en tema de tendencia durante dos días, mientras se cruzan acusaciones o se ventilan conjeturas. Después viene el olvido. Hasta el próximo cuerpo.
Por eso, el crimen político no es un acto individual: es una expresión colectiva de la incapacidad de convivir con la diferencia.
La palabra que dispara
Rechazar el atentado es tan solo el primer paso. El siguiente es remover las palabras que disparan desde la tribuna, los impulsos de venganza ritualizados, y los silencios de los demás ante un ruido político que se vuelve atronador y violento.
En este ambiente, las palabras también matan. La política polarizada se alimenta de frases beligerantes, de apelativos deshumanizantes, de etiquetas que justifican la exclusión o la agresión. Llamar “enemigo” a quien piensa distinto es más que un recurso retórico: es una forma de evocar la violencia y de convertir al adversario en blanco legítimo. Hoy, las redes sociales se han convertido en el nuevo campo de batalla simbólica. La palabra que divide puede ser el primer disparo.
No se trata tan solo de salvar al senador Miguel Uribe. Se trata también de reconocer que la violencia simbólica no es un desahogo: es la antesala del crimen. Y de preguntarnos, con seriedad, qué queremos decir cuando hablamos de democracia.
La consigna no es entender para corregir, sino eliminar al culpable. Pero nadie se encarga de construir algo distinto. Y por eso la violencia reaparece.
El Estado, la justicia…y el vacío
La recompensa de 3.000 millones de pesos revela la gravedad: el Estado cree que Uribe fue víctima de algo más que un delincuente solitario. Si fuera un evento aislado, no ofrecería tanta recompensa.
Esto significa que detrás de una bala puede haber una red —o la amenaza de ella—, y por tanto la tarea no se limita a curar a la víctima: hay que encontrar al victimario, porque esa es la única manera posible de empezar a curarnos a nosotros mismos.
La incertidumbre se agrava porque la justicia no ofrece claridad. Si algo sabemos en Colombia es que muchas investigaciones terminan en nada o concluyen lo que ya conviene. Cuando los jueces no esclarecen, es la plaza pública la que condena. Y en esa plaza reina el rumor, se impone la versión más útil para cada tribuna, y se degrada aún más la confianza en las instituciones. El crimen queda flotando, como tantos otros, convertido en símbolo y en excusa.
Un mal no justifica otro mal
Oí con cuidado al presidente Petro y cada una de sus palabras sobre el atentado fueron las propias de un presidente respetuoso del Estado de derecho y buen conocedor de las entrañas oscuras de Colombia. Su única inconsistencia – que el jamás podrá reconocer – es haber sido parte del M19.
También leí sus tuits de lenguaje deplorable, y aun así debe decirse que una cosa son los discursos incendiarios y otra cosa son las órdenes de asesinatos. Leí su conjetura a raíz de amenazas a su hija Antonella, y lamento que él no espere a que las autoridades establecidas para investigar los hechos —y solamente ellas —se pronuncien sobre las evidencias.
Leí u oí igualmente a los expresidentes, cada uno en su estilo y desde su trinchera, y lamenté precisamente eso: que cada uno hable desde su trinchera.
Una cosa mal hecha no justifica otra cosa mal hecha. El discurso encendido no es lo mismo que la frase sibilina, ni el uno ni la otra son lo mismo que la bala asesina: cada acto —y sobre todo el de quienes nos dirigen — merece un reproche proporcional al daño que produce.
Confundirlos es abrir la puerta a la venganza y cerrar la puerta al juicio sereno que exige la democracia.
Una nación sin lecciones
Colombia vive, una vez más, la tensión entre el pasado y el futuro. Volvemos a preguntarnos si este país puede sostener una contienda democrática sin balas, sin miedo, sin símbolos que inciten a la violencia. Volvemos a confrontar una realidad conocida: sin garantías de seguridad ciudadana y política, no hay democracia posible.
Tal vez la forma peor de violencia sea la repetición. Colombia no ha olvidado sus tragedias: lo que no ha logrado es digerirlas. Recordamos los nombres, las fechas, los titulares; pero no sabemos qué hacer con ese pasado que se repite, que cambia de víctima y de verdugo, pero sigue siendo el mismo.
Si queremos evitar que la historia se repita, tenemos que restaurar el pacto de lo básico: que las diferencias no se tramitan con insultos, que el debate no se gana con amenazas, que las elecciones no se sabotean con balas. Esta es la lección que nunca aprendemos y que siempre volvemos a necesitar.
Y es porque una nación que recuerda sin aprender es una nación condenada a cien, y cien, y cien años de soledad.
* Director y editor general de Razón Pública.